miércoles, 8 de octubre de 2014

LOS SIETE JEFES
Por Manuel J.L. Candelero (2010)


¿Qué hace un chico de trece años sentado frente a la Laguna Setúbal a unos 100 metros al norte del Puente Colgante? Nada.  Puede verse que el pibe no hace nada. Uno puede estar reponiendo fuerzas después de un laburo fulero. O puede estar esperando a alguien, un amigo, la minita, la vieja. Haciendo un esfuerzo de imaginación podríamos suponer que el pendejo está pensando; que no es lo mismo que no hacer nada: la absoluta inacción que deriva en el placer no culposo de estar haciendo… precisamente nada. Nada.
La gente que frecuento no puede  estar sin hacer nada. Y si están, hablando técnicamente, al pedo,  no sienten placer sino culpa. Salvo los milicos que, como enseñaba Perón, según el Negro Fontanarrosa, viven bajo el apotegma “Al pedo, pero temprano”.
¿Tenemos derecho al “alpedismo”? Un viejo libro  relata las aventuras de un fulano tan laburador y con tanta manija que creó todo el mundo en seis días. ¡Ah! Pero el séptimo descansó.
De manera que en un intento  de acercamiento al diálogo ecuménico entre cristianos, musulmanes, judíos y alpedistas, podríamos decir que, mientras las tres primeras religiones adoran a su dios por lo que hizo en los seis días de la creación, los alpedistas lo adoran también, pero por lo que hizo el séptimo: estar al pedo. No necesito decir cuánto sufrimiento se hubiera ahorrado el mundo si ese dios hubiera hecho los primeros seis días lo mismo que hizo el último: nada. No hubiera habido creación, lo que nos habría ahorrado los Hitler, los Bush, los Videla, el rabino Bergman, Mirtha Legrand  y la gorda Carrió. ¡Qué mundo de maravilla, con perdón del oxímoron implícito!
Volvamos  al pibe. Está en Santa Fe, la Federal. La patria del glorioso Brigadier General Don Estanislao López y del no menos glorioso Colón (el sabalero, no el almirante). Si estamos ubicados cien metros al norte del puente colgante mirando la Setúbal nuestro puesto de observación no puede ser otro que el comienzo de  la avenida costanera.
Allá por 1957 el viejo puente colgante, símbolo de la ciudad, era el único que cruzaba la laguna. No se había caído todavía; por lo tanto no lo habían reconstruido y repintado (era negro retinto), ni había al lado un puente de hormigón. En ese entonces no había tantos autos, pero ya estaba la costanera. Era cortita, no como ahora que llega hasta Guadalupe.
El purrete miraba con algo de envidia los bonitos chalets que le hacían marco. Un letrero empotrado en la esquina, una mayólica, creo, avisaba al transeúnte por donde lo estaba llevando la vida: proclamaba con orgullo “Avenida 7 Jefes”. La Costanera se llamaba “Avenida Siete Jefes”.
Por un momento, digamos diez segundos, el chico dejó de estar al cuete y pensó: “¿Quiénes habrán sido estos siete jefes?”  Pregunta retórica si las hay, porque, primero, no le interesaba demasiado; segundo, no había nadie para contestarla y tercero, aunque hubiera habido alguien, la pregunta había sido solo mental  y nadie la habría escuchado.
El chabón tenía 13 o 14 años, cursaba el tercer año en el Liceo Militar General Belgrano y pasaba los fines de semana (“El Gráfico” les decían porque salían los viernes) con una tía amorosa que se desvivía por atenderlo. Su pueblo natal estaba a unos 180 kilómetros al norte. A San Cristóbal se llegaba únicamente por tren porque no había pavimento. Y como el pasaje era caro, el pendejo,  tímido, pueblerino, bastante pavo, se lo pasaba todos los fines de semana solo, caminando o yendo al Cine Esperancino o al Mayo. ¡Nunca al Doré! Su pusilanimidad explica que estuviera boludeando en la Costanera en lugar de intentar levantarse una minita. Rara vez lo invitaban a esos bailecitos de media tarde (hasta las nueve)  donde los vagos  mas piolas sorteaban la mirada atenta de las viejas para chapar un poquito con la piba que le  daba bola. A nuestro héroe no le daban bola ni las dos o tres que planchaban todo el tiempo.
Medio siglo y pico después, el pibe se ha convertido en un viejo tan solitario como aquél pero un poco más curioso.
Esos que hablan de sincronicidad saben lo que dicen. Las cosas no pasan porque sí. Una noche, el jovato estaba escuchando a Alejandro Apo narrar en Radio Nacional un cuento del querido e inmortal Negro Fontanarrosa en el que puteaba en contra de los arqueros que no tienen nombres sonoros como “MMarrrrapppodi”. Se preguntaba el Negro, en el relato de Apo, ¿cómo podía haber arqueros que se llamaran Blazina o García…? ¿Cómo enfatizar el relato de la monumental atajada si el apellido no le confiere la estatura de titán que querés dejar grabado para siempre en los tímpanos del oyente?
Por esas raras asociaciones de ideas que uno tiene a veces, el viejo relacionó el nominalismo incipiente de Fontanarrosa con aquellos inmortales versos de Borges que acuden al Cratilo de Platón para explicar que si el nombre es arquetipo de la cosa, en las letras  de Rosa está la rosa y todo el  Nilo en la palabra “nilo”.
Si. Esos que  hablan de sincronicidad saben lo que dicen. Las cosas no pasan porque sí. El viejo retrocedió en el tiempo. Y atrapado por un mágico conjuro que la Ley Mística del Universo había dispuesto generar, elaboró una inverosímil relación entre estos versos de “El Golem” y aquel instante mínimo, despreciable, en que se interesó por los “Siete Jefes”.
Se vio como era entonces. Y se le reveló con la simpleza de las verdades absolutas que jamás esa avenida costanera hubiera podido tener otro nombre. Debía necesariamente llamarse así para que en esa angustia de desconsuelo irreparable e insomnio asesino, él tuviera un motivo para vivir la larga y solitaria noche que no deseaba atravesar... y que no hubiera atravesado.
 ¡Siete Jefes! Siete jefes de qué… Un impulso irresistible lo obligó inexorablemente a indagar por qué diablos una importante avenida santafesina había honrado a siete putos jefes desconocidos. Sintiéndose un poco nominalista también, se dedicó   a averiguar con los medios a su alcance algo más sobre aquella fugaz aparición que misteriosamente retornaba 54 años después para salvarle la vida.
Hay que repetirlo. Esos que hablan de sincronicidad saben lo que dicen. Las cosas no pasan porque sí. El cóctel de pastillas con que el viejo pensaba fajarse para zafar del dolor insoportable que la soledad le había incubado, no lo iba a dormir, precisamente.
Dejó las pastillas a un lado y comenzó la búsqueda.
Eran siete, en verdad pero de putos, nada. Más bien con unos huevos así de grandes. Y tenían nombre: Lázaro de Venialbo, Pedro Gallego, Domingo Romero, Rodrigo Mosquera, Diego de Leiva, Diego Ruiz y Pedro Villalta. Integraban el grupo de los llamados “mancebos de la tierra”, criollos y mestizos, la mayoría hijos de mujeres originarias de ese inmenso chaco hoy paraguayo y argentino, violadas seguramente por los bravos hispanos arribados al Paraná y aguas arriba a comienzos del siglo XVI.
Con estos siete y otros muchos más, Juan de Garay fundó Santa Fe en 1573 sobre las márgenes del río San Javier, unos 50 kilómetros al norte de su actual emplazamiento.
Como sabemos, los  españoles no se rascaban para afuera. La “fundación”, más allá de curiosidades burocráticas como el emplazamiento del “rollo” (un palo grande, en realidad), era la toma de posesión formal de un territorio, previo genocidio de sus pacíficos ocupantes. El vasco Garay se aseguró las mejores tierras para él y sus seguidores principales, milicos y curas. Para los mancebos de la tierra ¡minga! Algunos campitos fuleros lejos del centro del poblado.
En su discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, Rousseau (Juan Jacobo, sí), afirma que todo este quilombo de ricos y pobres, poderosos y desposeídos, etcétera, comenzó el día que alguien señaló un pedazo de tierra, dijo “Esto es mío” y hubo suficientes boludos que se lo creyeron.
Parece que nuestros  amigos y otros amigos de esos amigos, no se lo creyeron del todo porque apenas siete años después de la fundación los muchachos estaban cabreros. Estos sucesos ocurrieron en 1580. Faltaban 140 años para el nacimiento de José Gabriel Condorcanqui (autodenominado Túpac Amaru en honor del  último rey Inca decapitado por los españoles) y su gesta independentista. Estamos a 230 años de la revolución  de Mayo y a 245 de Ayacucho.
Para hacerla corta. Los mancebos de la tierra que nombré más arriba, derrocaron a las autoridades españolas e instalaron el primer gobierno criollo en el continente. Un traidor, Cristóbal de Arévalo (¡Por qué siempre hay un traidor!), frustró la movida y en  poco tiempo de los siete jefes solo quedaron sus viudas.
Pero Santa Fe no los olvidó. Son un símbolo y una advertencia acerca de que la paciencia de los explotados no es infinita. Y por eso la preciosa costanera santafesina recuerda a los siete jefes.

O tal vez no es así. A lo mejor todo sucedió para que un viejo al  borde del suicidio debiera al nombre de una calle la decisión de darse una nueva oportunidad en la vida.

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