lunes, 26 de marzo de 2012

Sentido del Trabajo

EL TRABAJO EN LA CONSTRUCCIÓN DEL DERECHO

EN LA CONSTRUCCIÓN DEL TRABAJO

(Ponencia para el X Congreso Nacional del Equipo Federal del Trabajo.

 Necochea – Buenos Aires. Octubre de 2003)

Por MANUEL J.L. CANDELERO




Gutierre de Cetina (Sevilla 1520 - Puebla ¿1554?) guerreó en Italia y Alemania. Escribió unos 250 sonetos. Poeta amoroso, una biografía no demasiado unánime dice que murió a causa de las heridas recibidas mientras rondaba a una dama. Su poema más famoso es el más perfecto madrigal jamás escrito:

Ojos Claros, Serenos

Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.



Macedonio Fernández (Buenos Aires, 1874-1952) es un intelectual fuera de serie, totalmente inclasificable. Admirado por Borges y Marechal, si hoy debiéramos definir su estilo, seguramente diríamos que es un precursor del hipertexto literario. Uno puede abordar su vastísima obra desde cualquier lugar y el resultado será el mismo: asombro, perplejidad, admiración, un poco de sana envidia. A él le pertenece el poema mínimo que con gran ahorro de papel y tinta describe el amor y el desamor: “Amor se fue ./ Mientras duró, de todo hizo placer./ Cuando se fue / nada quedó que no doliera”. También de su novela “Adriana Buenos Aires” tomamos  este otro poema que opondremos al madrigal de nuestro amigo sevillano:

Hay un Morir.

Oh no me lleves a sombras de la muerte

A donde se hará sombra mi vida,

Donde solo se vive el haber sido,

No quiero vivir del recuerdo.

Dame otros días como estos de la vida.

Oh no ya tan pronto hagas

De mi un ausente

Y el ausente de mi.

¡Que no te lleves mi hoy!

Quisiera estarme aún en mi.

Hay un morir si de unos ojos

Se voltea la mirada de amor

Y solo queda el mirar del vivir.



Hay un estado de cosas similar en la referencia poética: el desencuentro amoroso, simbolizado por la estética de las miradas. Una de las amadas  mira con ojos airados; la otra, mira –indiferente- solo “el mirar del vivir”. Gutierre de Cetina negocia: “Miradme al menos”. Macedonio, no. Porque “hay un morir” si no se mira con amor.

El poder está en los ojos, en la mirada. Podemos aceptar ser mirados, aunque sea con ira,  como Gutierre, o retirarnos, como Macedonio. Pero en ninguno de los casos importará “nuestra” mirada. Que es decir nuestra actitud, nuestros deseos, nuestras aspiraciones. Nuestro proyecto, en fin. Quien tiene el poder, pone las reglas. Víctimas del diferendo, solo nos queda aceptar la regla heteroimpuesta, inconveniente e inconducente para nuestras aspiraciones o abandonar toda esperanza, a las puertas del infierno del desamor.

          No hace falta demasiada imaginación para advertir que en este torneo poético encontramos una metáfora acerca de las relaciones entre Trabajo y Derecho.

          ¿Trabajamos para construir el Derecho? ¿Hay un Trabajo construido por el Derecho? Estas preguntas aparentemente –solo aparentemente- contradictorias son las que motivan las reflexiones siguientes.

Precisemos de qué estamos hablando, porque si hay un término en el que nadie se pone de acuerdo es “Derecho”. En cuanto a “Trabajo”, forma parte de la tesis que aquí exponemos la denuncia acerca de que hemos resignado su real significado en el marco de las relaciones “jurídicas”.

          Como dice Hart, ninguna disciplina se plantea con tanto fervor y disidencia la definición del vocablo que la engloba. Es inimaginable un congreso de ingenieros discutiendo lo que es la “Ingeniería”, o un simposio médico fatigando a sus asistentes con reflexiones sobre el concepto de “Medicina”. Por el contrario, llevamos dos mil quinientos años intentando dar precisión y consenso a una idea cuando menos esquiva. Así, recordamos con ternura aquella definición del Digesto sobre la Ciencia del Derecho como “divinorum atque humanarum rerum notitia. Iusti atque iniusti scientia”. Hoy nos parece tan válida como insuficiente definición de nuestro ámbito científico. En línea, definir el Derecho como “ars bonae et aequi”, es tan irrefutable como inconducente, calificativos que merecen igualmente los eternos tria iuris preacepta: “honeste vivere, alterum non laedere, suum quique tribuere”

Pero igualmente insuficientes me parecen las conceptualizaciones más modernas. Veinticinco siglos de elaboración no alcanzan para ocultar una realidad: En la definición de “Derecho” están en juego nuestras propias ideas de Libertad, Justicia, Solidaridad, Bien Común, Seguridad, etc. Y –ciertamente- nuestros intereses y posicionamientos políticos, económicos y sociales. El “velo de la ignorancia” y la “posición original” de Rawls, son solo ejercicios teóricos bien intencionados.

Desde la Teoría Sistémica, tenemos con Capón Filas suficiente claridad como para intuir que el Derecho no es la Norma; que la Justicia no es el Derecho, y que estos trascendentales entran en consonancia o disonancia con la pedestre Realidad. Sabemos también que el Derecho está permanentemente en construcción. Y que todos estamos llamados a construirlo en la medida en que tengamos conciencia, nos comprometamos con la causa del Derecho y seamos lo suficientemente inteligentes y constantes para atesorar una porción importante de poder.

A los fines de estas meditaciones, utilizaré un esquema trialista de Dworkin.  En “El Imperio de la Justicia”, dice el sucesor  de Hart en Oxford que los pleitos suelen plantear tres tipos diferentes de cuestiones: cuestiones de hecho, cuestiones de derecho y cuestiones entrelazadas de moralidad y fidelidad políticas. Ejemplificamos. En primer lugar, la cuestión de hecho acerca de si un supermercado está imponiendo reglamentariamente a sus cajeras  usar pañales geriátricos para que puedan desocupar su vejiga sin necesidad de perder tiempo yendo al baño fuera de los horarios de descanso. Luego, la cuestión de derecho acerca de si esa conducta empresaria está permitida o prohibida por la ley. Finalmente, si una solución acorde con la ley es calificable como injusta o inmoral.

La posición de Dworkin es conocida: El Derecho no solo está integrado por leyes, sino por reglas y principios. En el ejemplo (lamentablemente sacado de la realidad) la solución, para el caso sería por el castigo al empresario aunque se argumentara que tal medida está dentro de sus poderes de organizar técnicamente a la empresa, porque el Derecho no puede amparar conductas reñidas con principios que hacen a la dignidad humana.

La solución de la Teoría Sistémica es superadora. La cuestión está fuera del Derecho, porque la trabajadora tiene violados sus derechos humanos básicos. Estos derechos integran el ordenamiento jurídico internacional y nacional con rango constitucional. La solución sería la misma, por la negativa, aunque la obligatoriedad de utilizar pañales geriátricos fuera producto de una negociación colectiva. Al colocar a los Derechos Humanos y su examen como “prima ratio” del orden jurídico, la Teoría Sistémica ha descolocado con frialdad lógica 150 años de formalismo positivista expresado en la tan pacífica como inapropiada doctrina acerca del control de constitucionalidad como “ultima ratio” del orden jurídico.

De manera que, para cerrar la cuestión,  el Derecho no es solo la Ley. Contrariamente –y superando a Dworkin- los Principios son Derecho. Derecho es la Constitución Nacional. Derecho es la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, El Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Convención Americana de Derechos Humanos y la Declaración Sociolaboral del Mercosur, entre otra normas. Pero son derechos que expresan valores de Justicia Social, Equidad, Solidaridad y Cooperación y tienden a establecer un orden social cada vez más justo, para lo cual deben ser leídos desde la realidad del doliente, del sufriente, de la víctima, del excluido, del desprotegido, del desocupado, del discriminado. A esa lectura como ejercicio previo a la acción la llamamos Conducta Transformadora.

¿Qué dice el Derecho sobre el Trabajo? Por de pronto, que en sus diversas formas gozará de la protección de las leyes (art. 14 bis CN). Y que estas leyes deben proveer lo conducente al desarrollo humano, al progreso económico con justicia social (art. 75 inc. 19 CN). Pero a medida que nos adentramos en el discurso legislativo, advertimos que el Trabajo no está protegido. A lo sumo –más bien desprotegido que protegido-  lo está el Trabajador.

Lo que nosotros llamamos  hoy Trabajo es una invención de la modernidad, como dice André Gorz. Su característica fundamental es el de categoría Pública, en cuanto es demandado como útil por otros. No pertenece a la esfera privada de las tareas necesarias para el mantenimiento y la reproducción de la vida de cada uno; ni con la labor que tiene como destinatario o beneficiario a uno mismo o a los suyos, ni a aquellos emprendimientos que acometemos sin tener en cuenta tiempo y esfuerzo, con una finalidad que es personal e intransferible. Cuando hablamos de trabajo no nos referimos al trabajo doméstico, al trabajo artístico ni al trabajo autopoiético. La característica del trabajo en la modernidad  es la de otorgarnos una asignación y una identidad social: una profesión, un oficio. Luego, el trabajo, así entendido, no es una categoría antropológica sino económica: no nos hace libre; nos aliena. El trabajo en la sociedad capitalista no es ciudadano de la república de la libertad sino vasallo de la tiranía de la necesidad. Trabajamos para integrarnos socialmente en un sistema pensado para que unos se aprovechen de  los otros.

En el mismo sentido expresa Imanol Zubero que lo que denominamos "trabajo" es un invento de la modernidad que no puede confundirse con las tareas indispensables para el mantenimiento de la vida de cada uno, ni con las labores de cuyo resultado somos directos beneficiarios, ni con aquellas tareas que realizamos libremente con un fin que fundamentalmente tiene importancia para nosotros y que nadie podría realizar en nuestro lugar. Las características esenciales de este trabajo son las de ser una actividad desarrollada en la esfera pública, demandada, definida y reconocida como útil por otros y remunerada por aquellos que la demandan al considerarla útil.

El trabajo, en su sentido moderno, nace como tiempo de trabajo. En el capitalismo el tiempo es oro. Y la lucha por el control del tiempo -o la utilización del tiempo como arma de combate- hizo su aparición: El ahorro de tiempo –explica Mumford- se convirtió en una parte importante del ahorro de mano de obra. Los primeros patronos hasta robaron tiempo a sus obreros haciendo tocar la sirena de la fábrica un cuarto de hora más temprano por la mañana, o moviendo las manecillas del reloj más deprisa a la hora de la comida: donde la ocupación lo permitía, el obrero a menudo estaba a la recíproca cuando el patrón había vuelto la espalda.

La brutalidad del impacto tecnológico ha modificado tanto la estructura del mundo moderno que el emergente aún no tiene nombre. Sociedad capitalista parece un anacronismo. Sociedad fundada en el trabajo, una broma de mal gusto. Hoy hablamos de sociedad de la información o del conocimiento utilizando otro paradigma para su categorización: abandonamos la mirada sobre la estructura productiva para fijarnos más bien en el insumo fundamental.

Sin embargo, apunta Zubero, aún hoy vivimos una ética del trabajo que constituye una norma de vida basada en un principio fundamental: el trabajo es la vía normalizada para participar en esta sociedad basada en el quid pro quo. A través de nuestro trabajo nos mostramos útiles a los demás, conquistando así nuestro derecho a recibir de los demás aquello que necesitamos pero de lo que no podemos proveernos por nosotros mismos. El trabajo nos incorpora a esta inmensa red de intercambios que es la sociedad moderna. Esto implica que el trabajo realmente importante se ve reducido a lo que llamamos empleo.

El vínculo ciudadano, el vínculo de los derechos y las responsabilidades desarrollado entre todos los miembros de una comunidad moral, fue sustituido por el vínculo de las actividades productivas, por el trabajo para el mercado. Convertido así en el principal mecanismo de inclusión en las sociedades de mercado. La inmensa mayoría de los ciudadanos somos lo que trabajamos; más aún, somos porque trabajamos. De ahí el miedo que provoca la posibilidad de perderlo o, sencillamente, de no encontrarlo. Junto con el empleo no sólo se nos va la fuente socialmente normalizada para participar en la riqueza. Cuando el desempleo entra por la puerta, la ciudadanía sale por la ventana. 

Como dice Víctor Manuel Durán, director académico de la UTAL, El capitalismo neoliberal en nuestra región, solo reconoce en el trabajo su dimensión objetiva, es decir, prisionero de su economicismo y de su materialismo, solo se interesa por lo que el trabajo produce y no por lo que el trabajo es, es decir, sobrevalora el sentido objetivo y atropella y desconoce el sentido subjetivo, personal y humano, del trabajo.

Dicho en otros términos, esta concepción reduce al trabajo a su dimensión objetiva, es decir, considera exclusivamente al trabajo humano como factor de producción de bienes y servicios, como factor de acumulación de capital y como mecanismo generador de tecnologías que a su vez, permiten producir mas cosas y acumular más capital y generar nuevas tecnologías mas sofisticadas. Esta posición "reduccionista" transforma fatalmente al trabajo humano en mercancía sujeta a las leyes del mercado..

Con la generalización de la orientación y práctica neoliberal-monetarista, en el manejo de la economía actual y con el consecuente predominio del llamado "mercado de los factores productivos", se ha ido generando una degradación, marginación y humillación cada vez mas radical, del trabajo humano.

Por eso resulta imprescindible precisar qué entendemos por “Trabajo”. Siguiendo las reflexiones de Enrique Dussel, en una primera aproximación, el trabajo es una actividad encaminada a producir un objeto inexistente hasta ese momento. Trabajando la materia, transformándola, el hombre transmuta naturaleza por cultura. El objeto natural es ahora objeto humano. O mejor, trabajo humano objetivado = vida humana objetivada. Nada menos que eso es el valor de uso del objeto producido. Es –enfatiza Dussel- “Sangre”, vida, circulación de vida humana del sujeto del trabajo al objeto trabajado. El valor del objeto producido es sangre humana coagulada.

De tal manera, el valor de uso del objeto del trabajo es bueno, útil, valioso. Tanto como es disvaliosa su acumulación en perjuicio del que lo produce.


El valor del producto es, reiterémoslo una cantidad de vida humana objetivada. Tanto mas vale cuanto mas trabajo humano contenga. Y su propietario natural es el productor. El primer propietario del objeto producido es el trabajador que lo produce.

Cuando el empresario capitalista dice que paga el trabajo, y cuando las leyes laborales establecen reglas acerca de qué, quién, cuándo, cómo, dónde y cuánto debe pagarse por el trabajo, están introduciendo un contrasentido ético. Porque el Trabajo –en sí- no tiene valor, desde que está identificado con la persona misma. Y la persona es fuente creadora de todo valor. No tiene valor, sino Dignidad. Decir que el trabajo tiene valor significa colocar al hombre al nivel de los animales. El trabajo animal sí tiene valor, como lo tiene el trabajo de un esclavo, al cual se le ha arrebatado su dignidad como persona humana.

El salario paga –malamente, claro- el precio del valor usado de la capacidad de trabajo del trabajador. No paga al sujeto del trabajo, que es “impagable” porque no está en el comercio como objeto sino como sujeto. Se paga parte de su vida objetivada en el producto.

Pero nada de esto es recogido por la legislación laboral. El trabajo, mas allá de proclamas hipócritas acerca de la “función social del trabajo” es una simple mercancía. Y, como dice Lyotard, ”¿En virtud de qué proposición bien formada y mediante qué procedimiento de establecer la realidad el obrero puede hacer valer ante el magistrado laboral que lo que él cede a su patrón por un salario a razón de tantas horas por semana no es una mercancía?”.

          Si tiene un conflicto con su patrón, lo primero que debe resignar es su dignidad personal. Debe aceptar que su trabajo es una mercancía y como tal tiene un precio. Los jueces dirán cual.

          Un litigio implica demanda y contestación. Un diferendo es la imposibilidad de penetrar en el litigio porque el lenguaje de quien está en posición dominante es inapropiado para atender el reclamo de la otra parte. Cuando un querellante –el trabajador—presenta su queja ante el tribunal, el demandado –la empresa- argumenta para demostrar la sinrazón del reclamo. Esto es un litigio. Por el contrario, Lyotard llama “Différend” (en argentino, “diferendo”) el caso en que el demandante se ve despojado de los medios de argumentar y, por eso, se convierte en “víctima”.


El trabajador es hoy una víctima del Derecho del Trabajo, porque debe aceptar el idioma, las reglas y los convencionalismos de un sistema en el cual su trabajo, es decir él mismo, es una mercancía. El derecho está pensado para resolver el litigio, pero no el diferendo. Salvo Capón, descreo que algún otro juez del trabajo de la República Argentina sea capaz de desarrollar este planteo en una sentencia. Entre otras cosas, porque descreo que haya un abogado capaz de plantearla por temor a caer en el ridículo. Damos por sentado que el trabajo es una mercancía, aunque nos rasgaríamos las vestiduras si alguien se atreviera a sostenerlo en público. Algo así como la moral decimonónica según la cual las mujeres debían llegar vírgenes al matrimonio y los hombres con mucha experiencia sexual. ¿Cómo se hace para aprender a nadar sin meterse en el agua? Sin ánimo de ofender a nadie, para el Derecho, nuestros trabajadores de hoy son las putas de ayer: inexistentes en su dignidad como personas.

Nuestros trabajadores están atrapados en una trampa lógica que tiene 2.500 años de antigüedad. Ubiquémonos en la Grecia de Sócrates. El famoso sofista Protágoras celebra un contrato con un aprendiz de abogado, Evathle,  mediante el cual se compromete a enseñarle a argumentar en los tribunales atenienses. Y pactan una suma a pagar por honorarios, recién cuando el discípulo gane su primer pleito.

          Concluidas las lecciones, como Evathle estaba teniendo poco  éxito (ninguno en verdad) en Tribunales, Protágoras demanda judicialmente el pago. Evathle le opone lo que hoy llamaríamos una condición suspensiva: aún no se había producido ese acontecimiento futuro e incierto (ganar un pleito) al que se había supeditado la exigibilidad de la obligación.

          El argumento de Protágoras es tan breve como contundente: “si yo gano, debes pagarme porque he ganado la demanda. Si tú ganas, debes pagarme porque has ganado tú, por fin”.

          En la lógica del discurso de Protágoras, Evathle quedará atrapado sin salida. En la lógica del actual Derecho del Trabajo, lo mismo le pasa al trabajador. Retornando a nuestros poetas, siente que volteada la mirada sobre la dignidad esencial del trabajo hay un morir del trabajador. Por lo tanto, no le queda más remedio que aceptar la mirada despreciativa que el Derecho coloca sobre su  dignidad: le ha puesto un precio. Y entonces, “ya que así me mirad, miradme al menos”.

El Trabajo, en realidad, es un valor metaeconómico. Está fuera de la economía, fuera del comercio. Ello, implica que el Derecho del Trabajo debería atender a la dignidad de la persona (Por ejemplo haciendo cumplir el programa del art. 14 bis de la CN). Si tal fuera el caso, si a un trabajador se lo respetara en su dignidad como persona, el valor de su trabajo pasaría a ser materia del Derecho Comercial.

De manera que ahora quizá pueda entenderse el título que hemos dado a estas líneas: debemos trabajar en la construcción de un Derecho que defina y proteja el verdadero sentido del Trabajo a partir de estas conclusiones:

1)    Desde el punto de vista ético, el Trabajo no es una Mercancía.

2)    Desde el punto de vista del Derecho del Trabajo vigente, el Trabajo es una mercancía.

3)     El trabajador es una víctima que no puede plantear su caso desde su dignidad como persona.

4)    Los tribunales del Trabajo acogen las pretensiones del trabajador cuando éste ha convenido en las reglas de juego capitalista.

5)    Esta objetivación implica que el trabajador ha dejado de ser sujeto del mundo del Trabajo para convertirse en objeto.

6)    El Derecho debe receptar el carácter metaeconómico del Trabajo. La dignidad del trabajador no puede estar sujeta a los regateos de las reglas de mercado.

7)    El valor de uso y el valor de cambio del producto no es tema que deba interesar al Derecho del Trabajo.

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